Desde hace unos años, cuando intenté escribir cosas un poco más serias (y aclaro por enésima vez que, por estos intentos, nunca me he considerado escritor, de la misma manera que clavar un par de clavos no te convierte en carpintero) me di cuenta que siempre he tenido una enorme tara de estilo: siempre, invariablemente, mis personajes terminan o solos o muertos. Aún cuando la historia parezca tomar otro rumbo o incluso tener un final feliz, muy dentro de sí, aún invisible y sin que lo sepan, mis personajes están solos o muertos.
Alguien con más tiempo e interés que yo podría sacar algunas obvias conclusiones psicológicas. A mí no me preocupa mucho; aún antes de empezar a escribir, esa visión trágica y fatalista ya poblaba mis fantasías. Siempre ha sido parte de mí y dudo mucho que a estas alturas del partido eso vaya a cambiar.
No sé, supongo que aunque racionalmente creo en los finales felices –o por lo menos en la capacidad de las personas de luchar y trabajar por la felicidad-, muy en el fondo sé que, al final, después de la felicidad, después del logro y de la realización, todo es fútil, todo es en vano. Al final, uno se queda solo, ya sea en vida o ya sea en la tumba.
Y creo que después de muchos años me he conciliado con esa idea. Saber que después de todo y no importando lo que hagas, al final, en el último segundo del último día de tu vida, cerrarás los ojos y no habrá nada más. Ese último paso, ese último trámite, lo haremos solos. Aceptar eso es quitarse un peso de encima; aligera la carga del fracaso y diluye el sabor amargo de la deslealtad. Es encogerse de hombros mentalmente ante la vida y la mierda que reparte.
Tal vez, en algún momento, si sigo escribiendo, mis personajes tengan otro destino que no sea la soledad, la muerte o una combinación de ambas. Aunque en el fondo no estoy muy seguro; me siento cómodo con el hecho de que mis personajes contengan parte de mí, porque creo que, después de todo, de eso se trata escribir.
De eso se trata vivir, de vaciarse.
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