En la última estación del año mi boca se convierte en una fábrica de nubes sabor menta. Se transforma en eso cuando baja la temperatura a 7 grados centígrados. Cuando bostezo, mis labios se curvean de tal forma que pareciera la boca de una taza de café negro humeante (“café negro”… o es café, o es negro). Juego a hacer donitas en el aire: estiro el cuello, paro las trompas y muevo la quijada de abajo hacia arriba. Salen perfectas y no causan cáncer. Dejo de hacer donitas en el momento más entretenido: cuando la gente me voltean a ver con cara de “qué pedo con este güey loco”. Escupo el chicle mentolado y con mi pie izquierdo lo pateo peor que la selección mexicana tirando penaltis. Llega ese pensamiento especial del día y lo desperdicio en suspiros y besos tirados al aire que intentan decirte algo, por eso salen como señales de humo, con la consistencia de una cortinilla de alquitrán pero sin esa amargura pestilente. Y se van navegando como papalote azul con el cordel roto entre marejadas de viento, planean como un frágil avioncillo hecho con una hoja del cuaderno; tímidos como si el profe del salón fuera a regañar al culpable. Besos y suspiros que acompañan a las hojas anaranjadas en su caída. La gasolina para el largo trayecto hasta tu boca la bombea el lado oeste de mi pecho. De vez en cuando algún latido se convierte en ave (un periquito australiano si así lo quieres) y dobla mis costillas como los barrotes de la cárcel de alguna caricatura, escapando por el hueco hasta donde estás tú: tú que estás del otro lado de la frágil superficie del espejo del agua, como una Alicia atrapada en el país de las maravillas. Tan fácil como que yo meta la mano para sacarte o tu saques la tuya para jalarte, pero ni la fuerza de las patas del mosquito puede romper nuestros reflejos en el líquido. Esa es la ironía que me vuelve loco: tan fácil que es estar juntos y tan difícil que nos parece. Las ondas pausadas y largas que ves se expanden a lo lejos del manantial no son otra cosa más que los latidos de mi corazón que te lancé como piedra colorada y que llegó hasta el fondo, donde estás tú como una Alicia en su país de las maravillas. Los latidos tal vez ya no se conviertan en aves pero, cada que veas las crestas de las ondulaciones en el estanque, sabrás que soy yo. No conoces mi mundo porque nunca has roto ese frágil límite acuoso donde se refleja el cielo y nunca has sacado tu mano para tomar la mía; sin embargo, yo la he metido muchas veces tratando de alcanzarte, pero las mismas ondas que emite mi corazón rebotan en la orilla, vuelven y cierran impecablemente la superficie rota por mis dedos. Ahora ya tienes pretexto para quebrarla y emerger y devolverme mi corazón; y si tú lo quieres, no volver más a las profundidades para que no exista frontera de cristal que impida tomarnos de las manos. Eso sí: el agua del estanque dejará de bailar con cada uno de mis latidos, pero seguirán saliendo periquitos australianos de mi pecho.
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