De relámpagos y estrellas.

Se enciende la primera estrella con el albor etéreo de las ocho de la noche. Al sol le gusta trabajar hasta tarde durante los veranos. Sobre el crepúsculo, al fondo donde se pierde el camino que da al mar, se perciben imponentes nubes negras. Se enciende la segunda estrella junto con el primer relámpago que parte en dos el horizonte. Retumba la tierra allá afuera, como si una gigantesca bola de boliche rodara a lo largo de la carretera. Kilómetros adelante, un disco de música variada después, el sol por fin se pone su pijama de algodón blanco y baja poco a poco la luminiscencia del hogar que hemos tomado prestado hasta que el corazón nos deje de funcionar. Cuando la penumbra es total, el mapa estelar se dibuja en lo más alto de la cúpula atmosférica, con todos sus puntos blancos para unir y hacer figuras. Se encienden la tercera y cuarta luz, que son las del coche en que viajamos. Otro rayo cae, pero ahora más cerca: a un costado del campo que atraviesa la costera. El intenso flashazo recorta tu perfil a contra luz sobre la ventana. Tomas mi brazo y lo enredas en tus manos. Siempre le has tenido miedo a los relámpagos. Apuesto a que una luna muy grande nos va a estar esperando reflejada en el agua, te digo para tranquilizarte por los truenos. Sonríes sin despegar la mirada del camino y las luces que prenden y apagan en el cielo. Ya es tarde… La playa nos va a tocar de noche y lloviendo. Una vivencia más para el libro de los recuerdos.

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