El pasar de los años

Crecer ha implicado desencantos profundos que ya no deseo describir ni explicar. Y más que desencantos, el paso del tiempo ha modificado mi visión de las cosas, y me resulta difícil saber si mi perspectiva está deteriorada, libre o desengañada. Parte de avanzar por el intrincado devenir supone también hallar el peso de los años en mis contemporáneos, y con ese hallazgo vienen los recuerdos, la remembranza de lo que fueron y la comparación casi siempre atroz y poco favorable con lo que ahora son. Nadie ha logrado sobrevivir a los años, me digo. Y es verdad. Me encuentro a una infinidad de excompañeros de preparatoria, de secundaria, de universidad, y todos me parecen una lamentable gavilla de desesperados, de ruinas convertidas en instituciones de rutina y pequeñas alegrías y amarguras. Ha sido imposible encontrarme a un hombre que no sea ahora un tipo panzón, alcohólico funcional, empleado o empresario de mediano o poco éxito, e incluso aquellos con un notable curriculum denotan el desgaste incipiente por el que todos habremos de atravesar. Me encuentro a mujeres, que antaño solían ser jovencitas retozantes y frescas, engreídas, deseosas de enamorar al fulano más popular, al del automóvil lujoso, al rebelde, y no he podido platicar con ninguna a la que el tiempo no le haya pasado la pesada factura de hijos, maridos infieles, relaciones abrasivas, embarazos no deseados, abandonos, desamores, desazones, fracasos y la invariable caída de aquellas carnes gloriosas que paseaban cuando tenían dieciséis o diecisiete años. Todavía recuerdo a aquella amiga que me gustaba en la secundaria, y que al hallarla veintitrés años después descubrí que detrás de aquella insolencia que la caracterizó durante su adolescencia estaba una mujer con un terrible miedo a la soledad y al rechazo. Recuerdo que después de tomar un café nos metimos a un motel a tener el sexo más triste que se puede tener a los treinta y siete años. Pensé en Alejandro, aquel viejo amigo de la preparatoria que cuando se emborrachaba me hacía pensar en Hemingway, y como su cabello lacio y rubicundo se cayó, y su cuerpo fornido, sus hombros anchos y su rostro atajado y varonil se fue demacrando a partir de los veinticinco años, cuando el amor de su vida lo abandonó por considerarlo poca cosa, un hombre mediocre que no podía complacer sus gustos y que sin embargo sacrificó sus mejores años para que ella pudiera terminar su licenciatura. Todos están jodidos, pensé mientras me subía sobre el cuerpo de aquella amiga, y me topaba con carnes más bien flácidas; todos nos hemos hecho viejos e imbéciles, me dije mientras trataba de sentir algo, cualquier emoción, por acostarme con quien fuera la tipa más hermosa de la secundaria donde estudié. Ni siquiera sentí satisfacción cuando me hallé a Jazmín, afuera del gimnasio lujoso donde asisto. La reconocí por su estatura y su cabello café y voluminoso. Le pregunté si había estudiado la preparatoria en la Lázaro Cárdenas, y me dijo que si, y que me recordaba. Seguía siendo muy guapa, pero ahora sonreía más: era más amable, y por supuesto más accesible. En la escuela hubiera sido remota la posibilidad de aproximarme tanto, y ahora ahí estábamos, como un par de convalecientes de la edad, saliendo de correr y nadar para evitar que la grasa nos termine de joder, platicando naderías sobre el tiempo y sus consecuencias, sobre aquello y lo otro. Estás esperando que el valet traiga tu carro, le pregunté, y me respondió que no, que esperaba a su novio. Cuando llegó, venía manejando un Mercedez Benz clase C de lujo y sentí una sonrisa de estoicismo dentro de mí. Ella se despidió con mucha dulzura, e incluso me dio un beso en la mejilla. Yo alcancé a atisbar el interior del auto y el conductor, su novio, era Enrique, el idiotita más torpe de la escuela, el zoquete y mentecato que jugaba Dungeons and Dragons y que sacaba buenas notas. Era igual de horroroso que antes; nada en él parecía distinto. Cuando le vi, supe que me había reconocido. No conté con que bajaría saludarme, o a platicar conmigo. Eso hizo después de abrirle la portezuela a Jazmín. Quién iba a decirlo, Enrique, le dije. Si, dijo él. La chica más solicitada de la preparatoria arriba de tu Mercedez, le dije, sin toque de amargura ni envidia: de verdad estaba contento por todo lo que parecía tener. Si, volvió a decirme: y no fue difícil; en realidad aparecí en el momento indicado, cuando todo parecía haberle resultado mal y después de experiencias amargas y desesperanzas muy dolorosas; ya está medio vieja, pero es mejor tarde que nunca ¿no? Asentí. El me vio con esa mirada cliché de yuppie con éxito y sentí lástima por sus logros de conquista tardía, de carroñero resignado. Creo que seguí asintiendo hasta que subió a su auto para largarse y dejarme ahí, con la nuca rígida y el estómago lleno de ironía. Recordé lo que me dijo un amigo que no he visto en muchos años: Muchos nos hemos tenido que tragar nuestras esperanzas y anhelos, por eso es mejor esperar nada, y así al menos nadie se burlará de ti.

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