las notas de sus ojos


La rama del árbol que arañaba el vidrio de mi ventana durante el otoño es el primer sonido que recuerdo y, también, el primer miedo que tuve. A contraluz de la luna parecía la mano huesuda de un muerto que intentaba entrar en mi habitación.

Sólo el sonido de la lluvia me arrullaba hasta el sueño y disipaba el temor de las noches. Por las mañanas, el delgado tronco se volvía inofensivo con todos esos pájaros que se posaban en él a cantar.

Me acuerdo que un día el peso de las aves rompió la esquelética rama y el miedo se fue para siempre con el aleteo de la parvada.

Ésos -junto al murmullo del patio durante los recreos y el ladrido de mi perro al volver del colegio- fueron el soundtrack de mi infancia.

Crecí y mis gustos se deterioraron. Comenzó a gustarme la música y, aunque nunca he sido muy clavado, me distraje con ella.

Intenté volver a mis orígenes, a las notas básicas del mundo: el golpeteo de la lluvia sobre la tierra desnuda y el viento que mece la hierba en el verano.

Pero era demasiado tarde.

La banda sonora de mi vida se convirtió en el claxon de los coches, el carraspeo de los mofles, el rugido de las retro excavadoras que devoran los cerros, las ráfagas calientes de los cuernos de chivo, las sirenas de las ambulancias, el gorgoteo de las tripas de los pordioseros y los falsos discursos políticos por televisión.

Ya no hay miedos inocentes ni lluvia que los diluya, como aquellos corazones de tiza con nuestras iniciales dentro que trazábamos sobre la banqueta.

Sólo el sonido de su respiración cuando duerme a mi lado, abre los ojos e irradian la música más hermosa que he escuchado en mi vida. Sólo eso lo disuelve todo.

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