Desperté muy temprano. Sentí como si tuviera tierra en los ojos.
Giré para mirar al otro lado de la cama. Ya estaba despierta. Me sonrió con el rostro aún inflamado por el sueño. Le devolví la sonrisa.-No me quiero bañar.
-No te bañes.
-Llevo cuatro días sin bañarme.
-Yo llevo cinco.
-Pero tú nunca hueles feo.
-Tu tampoco, preciosa.
Hice el edredón y las sábanas a un lado. Me puse de pie sobre el piso frío. Olí mis axilas. No olían mal. De todas formas saqué el desodorante de uno de los compartimentos de la mochila. Me embadurné los sobacos y después se lo pasé a ella, que hizo lo mismo. Me enfundé la chaqueta, el gorro y los zapatos deportivos.
-Listo, ¿nos vamos?
-Vámonos -dijo riendo y negando con la cabeza.
-¿Qué pasa?
-Nunca imaginé que podría hacer esto.
-¿Que podrías hacer qué?
-No bañarme... Andar tantos días con la misma ropa y que no me importe.
La abracé y besé su mejilla colorada por la gélida mañana.
-Vámonos.
-¿Y los demás?
-Apenas se han de estar despertando. En lo que se bañan y arreglan vamos a perder dos horas.
-Vámonos entonces.
Nos pusimos las mochilas al hombro y salimos del hostal tomados de la mano.
Nuestro aliento era una fábrica de nubes que se disipaban entre las calles empedradas de un país que nunca imaginamos conocer.
-¿Sabes hacia donde vamos? -preguntó.
-No... No le entiendo ni madres a este mapa.
Me arrebató el plano que se agitaba con el viento entre mis manos, lo hizo bola y lo depositó en el contenedor de basura a un lado de la parada del tranvía.
-¿No te gusta sentirte perdido y en el fondo saber que siempre habrá un camino?
Caminamos sin rumbo, tomados de la mano, por las calles empedradas de un país que nunca -ni en sueños- imaginamos conocer.
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