Los daños...

Es difícil cuantificar cuantos días o situaciones hemos perdido, al grado de esperar volver al momento exacto, donde tomamos aquella decisión pendeja, irreversible, poco favorecedora, que nos costó una lana, una vieja (o dos), una calificación, el éxito que vemos con celo en otro que aceptó, que hizo; quizá haya miles de situaciones qué recordar. Hagan el ejercicio.

Yo he hecho miles de estupideces. Es más, sigo realizándolas consuetudinariamente. Creo que entre las cosas que menos me preocupan es fracasar. No porque sea muy exitoso, solamente porque ya no llevo la cuenta de mis fracasos, y eso es suficiente para olvidar que la vida me entregue al final una boleta con "puros dieces", como dproponía mi mamá para negociarme algún nuevo juguete a cambio de algo, que sinceramente, madre, no nos beneficiaba a ninguno de los dos.

En el campo de la estupidez, del riesgo, del fracaso, me considero experto. He hecho todo mal alguna vez: caí, reprobé, repetí, fallé. Hoy tengo unos cuantos años fracasando. Sin embargo, ésta capacidad de nulo asombro al fracaso, la comparo con la de otros fracasados consuetudinarios. Hoy por hoy, mi círculo de amistades cercanas se compone de fracasados como yo. Llega uno a una etapa, por ahí de los casi y más de treinta, donde te das cuenta que la gente no busca nada, sino solo está evitando que se la lleve el tren, la verga, el chamuco o su personaje favorito de horror. Su miedo más característico es a fracasar. A perder. A caer.

Y ahí estoy yo. El que aún no tiene planes de casarse, y no tiene una hipoteca (suicidio financiero popularísimo, tema de otro post). Y me río, y los veo como les llega el atardecer, como ven crecer su cuenta de afores, y como empeñan las alhajas para pagar sus compromisos, sus casas, para que a la cuenta de algunas décadas, digan con tono de campesino enorgullecido de spot de "Solidaridad": ésta casita es mía. Snif.

Y ahí se nos va la vida hermanos. Intentando no caer, ni pensarlo en público. Burlándonos de quien se arriesga, de quien pierde. Y sólo les puedo decir que la vida no vuelve. Que no nos dan una segunda vida, por trabajar sesenta horas semanales, y que, seguramente, su cuenta de Afores se la van a transear unos culeros de cuello blanco. Y esa casa a la que abonan mensualmente, la están pagando tres veces, y beneficiando a un financiero que anda en sandalias en las bahamas, viviendo la vida que le financían con su mojigatez, y con su miedo clasemediero.

No me importa. Seguiré el fracaso sonoro del cual hago gala, a pervertirme en las entrañas de los miedosos. De los empleados y de los que sacan dieces.

Sólo recuerden. No vuelve.

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