contemplaciones
De niño siempre quise encontrarle forma a las constelaciones de acuerdo a sus nombres, pero nunca pude ver un pegaso, una hidra, un delfín, un dragón o un cisne.
Intentarlo era divertido, pues el cielo me recordaba a esos cuadernos para colorear que solían comprarme mis padres, en donde venían laberintos, sopas de letras y juegos de unir puntos que formaban figuras. Cuando me terminaba los cuadernos, me tiraba boca arriba en el pasto, y con el dedo índice apuntaba hacia la noche estrellada.
El cielo se despejó de pronto y a medida que se iba ocultando el sol empezaba a bajar la temperatura. Puse mi pantalón y zapatos mojados a un lado de la fogata, y me senté sobre una piedra casi plana a contemplar el fuego. En la tarde, mientras recolectaba leña con los otros miembros del campamento, tuve que aventarme al lago cuando un par de troncos que usaríamos para cocinar, rodaron y cayeron dentro del agua.
Después de cenar y beber un poco de vino en tetra pak, arrastré la canoa hasta la orilla. Subí en la embarcación y remé dándole la espalda a la luna. Fue como entrar en la boca de un animal. Pude sentir la respiración de la noche, como un ser viviente gigantesco que me inhalaba hacia sus entrañas. Remé hasta el centro del lago, padeciendo una ceguera total que sólo se curaba mirando a las estrellas.
Estar en medio de una laguna rodeada de bosques, casi a la media noche, confronta a cualquiera con uno mismo y con todo a la vez. “Si no hubiera nada de lo que conocemos, esto sería todo”, pensé entre maravillado y decepcionado. El lago y el cielo se convirtieron en espejos de mi propia naturaleza. Me recosté en el piso de la canoa, como si fuera el pasto de casa de mis padres, y pude ver más formas de las que veía de niño. Esta vez no uní las estrellas con el dedo índice, pues sentí que ya todo estaba perfectamente unido y que, al mismo tiempo, se desunía y se disolvía y se dibujaban nuevas formas en mi cabeza.
Dejé de buscar respuestas y deducciones al montón de preguntas que me surgían. Desconecté la parte del alma que va ligada al cerebro, ésa que siempre nos cuestiona de dónde venimos, para qué venimos, hacia dónde vamos y nos impide disfrutar de este tipo de momentos, y mejor dejé que mi imaginación volara. Fue como reflejarme en una maquinaria perfecta donde podía ver todo lo microscópico de manera macroscópica. Cada estrella era cada uno de mis poros, de mis células, de mis moléculas, de las partículas del polvo que estamos hechos: el polvo de estrellas, quizás. Todo de pronto me pareció circular; un principio que termina igual que un final que comienza.
Levanté la mano y en vez de unir los puntos luminosos como lo hacía de niño, imaginé que tenía un cepillo al que le frotaba las cerdas llenas de pintura blanca y salpicaba el lienzo más negro que había visto en mi vida. Como una firma particular. Como una señal de que había estado ahí; de que era parte de un todo y que lo sería para siempre.
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