domingo

No sé si en algún momento de la vida llega a desaparecer esa aversión por los domingos, como cuando uno crece y le pierde el miedo al monstruo del clóset o a bajar por un vaso de agua en la madrugada. Bueno, aunque eso no desaparece del todo. No puedo negar que a veces siento que hay alguien detrás de mí, escondido en la penumbra, y subo corriendo -de dos en dos- los escalones.

De niño, el domingo era un día desperdiciado. Lo odiaba y no comprendía su razón de existir. Hacía tareas atrasadas, arreglaba los libros de la escuela y me dormía temprano. A veces comíamos en algún restaurante con familiares o amigos; también íbamos a misa e imaginaba a Dios dormido en una hamaca, mientras una bola de insensatos le daba las gracias o le pedía favores el único día que descansa.

A la fecha, me es imposible disfrutar un domingo sin remordimientos. Así esté con la gente más maravillosa en el lugar más chingón del mundo. El simple hecho de pensar que al día siguiente se tiene que trabajar, arruina cualquier intento de goce.
Me molesta tener que regresar a casa si estoy en algún rancho o quinta campestre; me molesta dejar de tomar cerveza durante la comida para que el lunes no me pegue la cruda; me molesta pensar en todos los pendientes de la semana laboral: abrir temprano, ir al banco, pagar facturas, mandar correos, buscar clientes, etc. Me resulta triste esperar que el bullicio de la mañana me despierte para reanudar una rutina.

Si alguien tiene una receta efectiva para disfrutar plenamente de un domingo, por favor pásemela.

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