Dejé de ver nevar y de creer en la magia hace muchos años.
Cuando se deja de creer en algo, una parte de nosotros muere. Indudablemente.
Tantos años sin ver nevar y, curiosamente, siento como si una avalancha hubiera enterrado parte de lo que fui; como si debajo de un montón de nieve que me oprime el pecho estuviera muerto el que quiero ser.
Tomé el coche y manejé casi un día entero sin parar. Durante el trayecto, pensé en renunciar a todo: en jamás volver al lugar donde me he ido perdiendo.
Quince horas de carretera después, llegué a un primer destino. Caí rendido sobre una cama de alquiler, con los pies adoloridos.
En la mañana, al despertar, estaba nevando.
Lo primero que se me ocurrió fue arroparme y salir a atrapar copos de nieve con la lengua, como lo hice alguna vez en el cuarto grado.
Esa noche dormí con las ventanas escarchadas; ya sin el dolor de los pies.
Al día siguiente no hizo tanto frío. Salí de la habitación y caminé rumbo a una llanura cercana. Algunos cúmulos de hielo blanco sobrevivían al sol. Las espigas y flores del pasto se asomaban en algunas partes, intentando reverdecer.
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