Prendía un cigarro lastimero a media tarde, con ganas de tirarme a las vías del tren. Jalaba sus humos mortíferos, esperando que las bondades del suicidio light que anunciaba la cajetilla de los Camel, hicieran estragos fulminantes, instantáneos. Me imaginaba a solo a mi jefa llorando por mí; a mis perros también muertos, pero de hambre, porque los muy pendejos se habrían quedado sin comer dos semanas, que fue lo que seguramente hubieran tardado en encontrarme; me imaginaba mi funeral, mi ex-mujer, toda la penosa película. Pero seguía sentado ahí, botado en la porquería de no tener ni la mitad de los güevos necesarios para arrollarme y acabar con ésta vida de porquería.
Eso era mayo, quizá un mes demasiado soleado para morir. Se me pasaron pronto las ganas del suicidio per se, tal cual se me extinguen las intenciones de casi todo lo realmente sustancial e interesante que pudiera hacer... como se me ha pasado la vida, que me ha embestido al abismo de la mediocridad insolente que me persigue y no nada más eso, me escupe y me orina.
Meses después comprendí que existíamos seres prescindibilísimos, como yo. ¿Cuántos perdedores aferrados a la mierda consuetudinaria de sus pendejas vidas, en un acto de mero egoísmo, seguimos viviendo? Viviendo en nombre de el amor, de la autosatisfacción, de dios, y de aquí y de allá. Ladillas que convergen en oficinas de gobierno, en marchas sindicales, en juegos de la 1ra. A. ¿ Qué satisfacción oculta teníamos todos?, todos los mediocres, que como yo, sólo hemos derramado una qué otra vez una lágrima apestosa de felicidad, en el mejor de los casos.
Sincerar mis reflexiones, fue liberador. Entender mí infinitesimal importancia, me inyectaba una urgencia por morir. La tarde siguiente, en mi empleo de cuico, escuché que se aproximaba una tormenta fuertísima a la costa, de sensible poder. Alisté mis cosas para morir. La idea era quedarme fuera de casa, el viernes siguiente y quedarme desnudo a media calle, a ver sí me cargaba la chingada, a mí, a mis problemas, y por fin me libraba de esta puta vida, y del puto cobrador de Elektra que me acosa sin cesar desde que dejé de pagar los abonos de la estufa. Así, con las avenidas vacías y un aire gélido, salí a esperar mi último día, con mi testamento de mi puño letra escrito y bien sellado dentro de una bolsa de plástico, imborrable, donde dejaba claro que todas mis posesiones eran para mi primogénito, el que se graduó de carpintero: Chavita.
Me recosté sobre el pavimento. Empezó a llover, con un viento insoportable. Me mojaba, y sentía mis pezones erectarse al grado de sentir que se rompían como hielos frágiles a causa del frío. Por más pendejo que parezca, me llevé una cadena metálica y me até a un poste, para evitar reconciliarme con la vida a media tormenta. Así pasé cerca de veintidós horas. Las primeras diez horas, fueron ingratísimas. Más que la muerte cerca, sentía un pinche frío como no había sentido jamás. Estaba inundado hasta medio pecho, y ya que en mi colonia no hay banquetas, varias defensas, rines de auto, perros y botes de basura se me atoraron por todas partes, desde las nalgas hasta las axilas, tenía pegadas bolsas de papitas, varas de árboles y demás parafernalia caótica. A la treceava hora, me desmayé. Lo demás no lo recuerdo. Amanecí en el hospital general, con hipotermia, y tirado en el suelo tapado con una manta, recibiendo atenciones médicas esporádicas.
Salí algunos días después. Triste. Vivo y recuperado. Graciosamente ví hacia el cielo, para ver un eclipse solar que apenas se formaba. Un manifiesto astral indescriptible. Recuerdo haber escuchado acerca de las predicciones apocalípiticas que apuntaban éste 2036 como el último. No le puse mucha atención, ya que había pasado muchas fechas terminantemente descritas como fines del mundo. Trato de recordar más sobre el tema, y en eso escucho gritos y veo venir hacia mí una gigante luz encendida. Sólo recuerdo a Chavita y aprieto su carta bien fuerte. Siento miedo, mucho, y me siento sobre un auto a esperar al final. Al final, me digo, valió la pena esperar el verdadero final.
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