Cuando olvido que he sido tímido ante las oportunidades de abandonar esta ciudad, me gusta fantasear con la idea de ser un fugitivo incurable que quiere irse de todos lados.
Hay algo de cierto en esta fantasía de nómada wanna be porque no aguanto estar mucho tiempo en un lugar con la misma gente, sobre todo si es de día. Y peor cuando llega el momento en que no tengo nada que decir y el silencio se vuelve una amenaza incoherente.
Para combatir el miedo a la sobremesa mi cuerpo improvisa un escape en forma de cansancio y por eso me disculpo con los presentes argumentando necesitar una siesta. Me largo a la cama y me relajo, no porque estoy acostado sino porque estoy solo, protegido.
Sospecho que apenas resisto con la gente cuando entre yo y los otros hay bebidas alcohólicas que lubrican nuestra conversación. No fumo, pero me gusta entrar a una casa en la que han estado fumando sólo si me ofrecen una cerveza helada para el asco.
Pocas atmósferas me detonan tanto bienestar como el momento de las primeras copas con amigos al inicio de una noche en la que todavía nadie pacta su regreso a casa. Mi mujer estrenando un vestido violable, las mujeres de mis amigos oliendo rico con el pelo todavía húmedo, el abrazo ruidoso de quienes no tienen miedo a sobar una espalda peluda, el amigo valiente que agenda una canción vieja con la esperanza de alentar los buenos recuerdos sin temor a la rechifla.
En ese rato a lo mejor no digo nada, pero le doy un trago a lo que tengo, beso a la de a lado o me clavo en las memorias de una melodía añeja mientras confirmo, con mentiras y sin, que aunque adoro mi pasado no podría estar mejor en mi presente.
La dicha sin peros vuelve al menos lo que dura una canción. El silencio con la gente ya no me asusta, por un momento no me quiero ir a ningún lado, pospongo las despedidas y alargo la noche hasta donde puedo.
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