Imagino que cuando alcanzamos cierta lucidez, paz o congruencia con nosotros mismos somos como la mancha de colores que se refleja en la pared cuando el rayo de luz atraviesa el prisma; y que "El Mundo" -esa simulación pensada por alguien más- es el velo que se empeña en cubrir estas cualidades que resultan de las experiencias físicas, mentales y "espirituales", por llamar de alguna manera a toda esa actividad interior que relacionamos con planos etéreos. Y sí: pareciera que el mundo que conocemos todo lo nubla con su ruido, pretendiendo sustituir nuestras emociones, anhelos e inteligencia por engranajes, cableado y computadoras; manteniendo vigente ese antiquísimo sistema condicionado de recompensas y castigos. Poco es ya lo que cuestionamos y casi todo lo aceptamos. Tragamos sin masticar porque "no hay tiempo". Perdemos poco a poco la espontaneidad y el gusto por lo natural porque la tecnología lo estandariza todo. No hay tiempo para la contemplación. Menos cuando se necesita salir a ganarse unos pesos. Nos programan como robots desde niños para actuar de acuerdo a un patrón específico que, si no conocemos otro, hasta nos resulta cómodo y seguro, normal: "Es lo que hay porque no hay de otra". Es como si viviéramos detrás de una cascada: del otro lado se ven los colores tal cual, pero la imagen del mundo está distorsionada. El mundo es la mancha de colores que se refleja a través de nosotros cuando alcanzamos la lucidez, no la simulación que creemos vivir. Es cuestión de cruzar al otro lado de la cascada. De atravesar el prisma
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