Cuando era más joven y más bello pronuncié –como muchos, supongo- aquella idiotez de “No me arrepiento de nada”. Es una idiotez porque, primero, uno está asumiendo que es infalible y que todas sus decisiones son correctas y segundo, que además de correctas, son inmejorables. Ya no me atrevería a decir eso de nuevo. Mirando hacia atrás (que es una de las formas más infalibles para provocarse tortícolis y melancolía) puedo aceptar que sí, me arrepiento de un montón de cosas: me arrepiento de aquella noche manejando hacia Álamos: me arrepiento de haber respondido aquella llamada; de haberme ido aquella noche. Me arrepiento de tanto; de haber dicho, de haber hecho, de haber dejado, de tantas cosas que inevitablemente me han traído (¿De qué otro modo sino?) hasta este lugar y este momento, en el que creo firmemente que no he cometido ni la mitad de las acciones de las que me arrepentiré en el futuro. Porque en un futuro próximo –o lejano, da igual- me gustaría justificarme con algún malabar mental; alguna alegoría rebuscada sobre el “Eterno Retorno” o algo parecido, pero no; ahí estaré, lanzándome por la ventana sin fijarme antes si hay alguna puerta cercana. Y sé perfectamente que algunas de esas ventanas pertenecerán a un tercer piso, así que tendré un par de segundos, durante la caída, en los que podré pensar: “No debí haber hecho eso” pero estoy seguro que lo haré con una enorme sonrisa en los labios. Se dice que nadie experimenta en cabeza ajena; bueno, habemos quienes no experimentamos ni en la propia y hacemos del arrepentimiento futuro un modus vivendi. ¿Por qué? Por que algunos nos preocupa sólo el aquí y el ahora; ya lidiaremos con el futuro cuando sea presente y nos arrepentiremos cuando sea mas divertido conveniente hacerlo. Oh, claro; me arrepentiré de muchas cosas después, pero ¿Quién soy yo para detenerme?
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