los hoteles.

Desde niño me han gustado los hoteles.

Tengo vívidos recuerdos de muchos de ellos. Imágenes indelebles de lugares remotos en tiempo y distancia.

Recuerdo aquel hotelito en Palenque, un edificio bajo y compacto, de dos plantas solamente. Todos los cuartos tenían una terraza que daba a un jardín trasero, que a su vez estaba cercado por una enorme barda de piedra negra, cubierta por una frondosa y asfixiante enredadera. Cientos de mariposas tapizaban el aire, yo corría tras ellas con una red improvisada. Cuando tenía llena la red, la abría y metía las manos mientras escapaban. Luego miraba fascinado mis dedos cubiertos de polvo brillante.

Luego esta aquel hotel de Acapulco, que contaba con una cocineta. Mis infantiles ojos consideraban maravilloso el tener una estufita en una habitación de hotel, así como un refrigerador. Mi hermana y yo despertábamos temprano sólo para poder desayunar huevos con jamón sentados en la mesita que daba al balcón, viendo el mar a lo lejos. En la alberca de ese hotel casi me ahogo. Nadaba frente al tobogán cuando un niño salió disparado de el, golpeándome con los pies en las costillas. Me sacó el aire y yo manoteé hasta que pude llegar a la orilla, nadie se dio cuenta y yo no dije nada, no sé porque, pero me avergonzaba el hecho de casi haberme ahogado.

Está también el hotelito de San Miguel de Allende, en el que, siendo ya no tan niño, aún podía sentir y creer en el amor como algo real y eterno. Las sillas de herrería, la alberca con agua helada y los farolitos de la terraza me vieron de una forma que ahora se me antoja irreal.

Aún ahora me sorprende descubrir la misma sensación de novedad, de inocente expectativa al quedarme en un hotel desconocido. Es el entrar, observar la disposición de los muebles, el baño, las ventanas. Pequeños detalles que —al igual que cuando era un niño— tienen para mí un aura de efímera pertenencia.

Y al igual que en los días de mi infancia, cada hotel me sigue pareciendo una promesa de una noche y un amanecer distintos. Porque en todos y en cada unos de ellos, he dejado pedazos de mí, o mas bien, pedazos de lo que fuí. Supongo que lo que más dejé olvidado por ahí fue la inocencia; tal vez mi cinismo no sería tan grande si alguna vez hubiera puesto más atención al letrero de "¿Olvida usted algo?".

Ahora que lo pienso, creo que hay otra razón del porque me atraen tanto los hoteles. Pero eso es asunto mío.