en tránsito

Un marzo volé a Montreal para tomar un bus a Quebec. No llegué a tiempo del aeropuerto a la estación de autobús, y el último se fue sin mí.

Viéndolo del lado amargo, no hay peor cosa que dormir en una estación o en un aeropuerto. No hay nada abierto, más que máquinas de papitas. No hay nada que te haga extrañar más la comida de tu casa que comer papitas extranjeras en la madrugada. El tiempo se detiene, y te haces más alerta viendo tantos extraños, intentando divinar sus intenciones, y es imposible conciliar el sueño aunque se pudiera dormir en esas sillas baratas pegadas con descansabrazo entre cada asiento.

El taxista que me llevó del aeropuerto a la estación estimó que menos del veinticinco por ciento de los residentes de Montreal hablan inglés, pero entre mi miserable francés y gestos, pude mendigar un cigarro de un hombre que discutía impacientemente por teléfono, lo cual después supe que es una ofensa increíble puesto que en ese entonces costaban por lo menos el cuádruple que en México.

Viéndolo del lado agridulce, la soledad y el aislamiento puede ser sumamente agradable. Desde el momento en el que te conviertes en un número al pisar un puerto, y fluyes entre los mares de extraños- las diferentes caras y gestos, solemnes y desconectados. Pasas multitudes y vidas enteras al ir del lado contrario en un escalador, y al intentar leer los ojos de diferentes tintes, no hay nada. Y se van, quedando una fresca imagen en tu cerebro de sus caras, su ropa, sus olores, para luego desvanecerse y reclicarse en tus neuronas.

Estos son los momentos donde te llega un sentimiento de emoción que a veces no se puede contener y se escapa en una estúpida sonrisa. Donde tú decides quién ser, donde puedes reinventarte, fingir que eres un cojo, o un retrasado mental. Donde por un momento nadie sabe tu nombre, y nadie sepa en qué parte del mundo estás exactamente.

"Está en tránsito", murmullan algunos en su interior, al acordarse de ti.

Me percaté de mi estúpida sonrisa, al tiempo que vi una rubia algo sucia, con Crocs y curitas en todos los dedos. Escribía en su diario, ocasionalmente viendo el reloj. Maté algo de tiempo jugando en mi laptop, al tiempo que me la veía e intentaba descifrar qué clase de persona era la viajera. Su cabello maltratado, envuelto en una cola, al igual que su calzado, me hablaron de una mujer que intentaba pasar desapercibida, pero que a la vez moría por que alguien se interesara en ella, preguntándole por qué todos sus dedos estaban heridos.

Pasé horas entretenido, viéndola como se levantaba para estirarse, escribía un poco e intentaba dormirse, sin suerte. Iba y venía al baño pero no estaba tomando agua. Yo sé que sintió mi presencia, puesto que siempre volvía a una silla lo suficientemente cerca de mi para estar en el rango de mi vista, y de reojo vi su cabeza virar hacia mi cuando compró comida chatarra de la triste máquina.

Antes del amanecer, anunciaron la llegada del autobús a Quebec. Para ese entonces llegaron otros viajeros, la mayoría en condiciones frescas, quienes se mantenían al margen de nosotros los desvalagados.

Con mi mochila, ocupé dos asientos estratégicamente, y la rubia hizo lo mismo, algunos asientos enfrente. Al llenarse el bus, un hombre gordo se sentó a su lado, pero ella se quitó, y para mi gran sorpresa, se vino a sentar conmigo.

Afortunadamente hablaba inglés y entablamos una conversación natural, casual- y curiosamente tuvimos mucha química. Ella venía viajando desde algún pueblo de British Columbia, y tenía una semana sin parar, todo para ver a su hermana quien acababa de tener su primer hija. Éramos de la misma edad, y fue algo muy cómodo para los dos encontrarnos. Hice caso omiso de sus dedos, pero sí le pregunté qué tanto escribía en su diario. Unas cosas del doctor, me dijo. Así lo dejé, y cuando ella me preguntó por mi laptop, le dije que estaba escribiendo un libro. La hice reir unas cuantas veces.

No pude dejar de pensar en lo que ella estaba escribiendo. ¿Cosas del doctor? No se veía embarazada, ¿habría abortado? ¿Tenía una enfermedad terminal, y era éste su último viaje? La forma en la cual abruptamente evadió contestarle una simple pregunta a un extraño que nunca iba a volver a ver, despertó una curiosidad incontrolable en mí.

Lamentablemente insistí mucho en leer su diario, y me dijo simplemente que no tenía por qué decirme y se quedó callada, fulminando nuestro ritmo de conversación. Me quedé viendo un tiempo por la ventana intentando ignorarla, y me quedé dormido. Unas cuántas paradas antes de la mía, ella se bajó y se despidió, dándome su email en un papelito.


Llegando a Quebec, corrí ocho metros de la estación a un taxi en medio de una tormenta de nieve, y casi muero. Tras darle direcciones, esta vez en quebrado francés, me recargué en la ventana viendo la nieve.



Perdí el papelito con su email, y no recuerdo su nombre. El libro que escribía nunca lo terminé.
Pero todo sigue en orden, como debe de ser. Porque cuando pisas un puerto eres un número, y cuando llegas a tu destino, eres otra persona. El tránsito entre ellos nomás lo conoces tú, y para el caso, jamás existió.

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