No me imagino cavando mi propia tumba. Es ridículo. Todos vamos a morir. Wordsworth nos lo enseñó, y tan lo aprendí, que siempre que recuerdo la inmortalidad se presenta el autor inglés con su tratado sobre la inmortalidad. Sin embargo... cavar mi tumba...
No pienso en la muerte como algo que me persigue, algo que está esperándome. Si pasa, estoy seguro que pasará y ya. Sin grandes aspavientos. Has muerto. No se necesita más. Pasemos a la siguiente cosa. La muerte sólo es importante para aquellos que te sobreviven, y tuviste la fortuna de tocarlos. ¿Qué otra cosa? Eventualmente, te superarán, te digerirán, te transformarán en una serie de parábolas, recuerdos, guiños. ¿Y luego qué?
Como no imagino mi muerte, tomo prestadas sus tumbas. Leo los periódicos, buscando los obituarios más agradables y me pregunto, en ocasiones, si las palabras para mi serán de esa forma. Inevitablemente leo los obituarios más simples, más tristes, y como un enigma, me pregunto cuántas palabras o sucesos esconden detrás de sus palabras. El morboso intento de pensar en aquellos hijos, nietos, hermanos, primos, que sí conocieron a esa persona y tienen motivos para llorarle de veras.
Cuando termino ese rito... es lo mismo. El nacimiento es un depósito de esperanzas y gozo. La muerte es la culminación: el verdadero triunfo o fracaso, el contraste, las esperanzas rotas, el final de todos los caminos que elegimos para alejarnos de las falsas expectativas. No he cumplido nada. Préstame una tumba. Tranquilo moriré en vidas ajenas.
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