Fue también un instante lo que duró la imagen de los dos abrazados, meneándose desnudos a un ritmo muy lento sobre el sillón más grande de su sala, pues recuperó la vista de un golpe y tuvo que disimular que miraba hacia otro lado cuando ella volteó de repente y se cubrió las nalgas con el bolso de mano donde acababa de meter su cámara fotográfica.
Se toparon en la mesa de la cocina, donde había botellas de ron y de whisky y bolsas de cacahuates y de papas fritas. Los dos se sirvieron de la misma botella en un par de vasos de plástico rojo. Ella le sonrió y le dio las gracias cuando él abrió el agua mineral que tenía el taparoscas muy apretado. Se dijeron sus nombres y se enteraron que tenían gustos musicales similares cuando su teléfono celular sonó con una canción que a él le gustaba mucho. Ella se disculpó, tomó la llamada y se fue, cubriéndose las bolsas traseras del pantalón con el bolso de mano. Después, la observó de reojo, charlando con sus amigas, tomándose fotos, checándolas en la pantalla y borrando las que no le gustaban.
Él hizo todo lo posible por que sus encuentros fueran más frecuentes y que al mismo tiempo parecieran casuales. Si la veía entrar al baño, iba y se ponía en la puerta, como esperando su turno. Si hacía fila para servirse de cenar, él hacía fila aunque ya hubiera cenado. Si veía que se acababa su bebida, él bebía la suya de un trago o la tiraba en una maceta para coincidir de nuevo en la mesa de las botellas.
Y cada que la veía se le volvía a nublar la vista y se inventaba el olor de su cuello erizado, la suavidad de su vientre, la humedad de su entrepierna; y su imaginación lo transportaba al sillón más grande de la sala de su departamento y después a su cama destendida y luego al piso de una regadera llena de vapor.
La noche del cumpleaños de su amiga, ella llegó a casa pasada la media noche. Se quitó el maquillaje caro que le regaló una tía que lo vendía, se recogió el cabello, se metió en la cama en bóxers de corazones y blusa blanca, sacó la cámara fotográfica de su bolso y la encendió. Buscó las fotos donde salía él: se las había tomado disimuladamente cuando fingía ver la pantalla de la cámara y borrar las fotos que no le habían gustado.
Agrandó la imagen lo más que pudo. Ya lo había visto en otras ocasiones y siempre le había gustado su mirada, una mezcla de inocencia y tristeza. Le gustaba también cómo la veía y disimulaba no verla cuando ella volteaba. Después hizo un acercamiento a su boca, a su sonrisa tenue, a sus labios. Entre las sábanas ella se preguntó a qué olería la parte de atrás de su oreja, qué tanto le rasparía su barba de tres días cuando le besara la espalda, qué tan suaves serían sus antebrazos velludos o si se hubiera atrevido a besarlo cuando se lo topó por segunda vez y casualmente al salir del baño. Esa noche fue la primera vez que se imaginó haciéndo el amor con él.
Sólo sus fantasmas sabían lo que había entre ellos dos. Los fantasmas que se salían de sus cuerpos para vagar desnudos en el aire, en el sillón más grande de su sala y en el piso de una regadera humeante. Él y ella estaban físicamente en el mismo lugar, sin saber que estaban en otro plano al mismo tiempo. Pero al menos sus fantasmas lo sabían. Sus fantasmas estaban juntos. Y lo estarían siempre y cuando ellos no se dijeran lo que sentían cada que se veían.
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