Hace tiempo

 Hace tiempo que ya no me encabronan estas fechas de regalos, villancicos, buenos deseos y amor al prójimo. Mejor trato de disfrutarlas sin dejar a un lado mis convicciones satánicas; pero que conste que no por eso soy un hipócrita, ¿eh?. Simplemente me dejo llevar. Como mucho, compro algunas cosas, me río lo más que puedo y me emborracho con bebidas finas que no acostumbro un fin de semana cualquiera.


Si la familia quiere pedir posada: agarro mi velita, me uno al montón y hago como que canto, y, para hacerlo más divertido, le cambio la letra a las canciones: en vez de decir: “o-o-os pido posa-a-a-da”, digo: “o-o-os pido las na-a-a-lgas”. Si la familia quiere rezar, pues yo hago como que me persigno y en vez de besarme la mano al final (cuando dices “amén”), me la pongo en el pito y le hago “muaks”. Y cosas así por el estilo, bien bonitas y fraternales.

Pero insisto en algo que dije hace como un mes: la gente enloquece un poco cuando muere un ser querido. Ora verán por qué se los digo.

La cena de Noche Buena fue en casa de mi abuela recién fallecida. Obviamente hubo oraciones, lloradera, recuerdos y todas esas cosas sensibles. Pero también hubo loqueras. Por ejemplo: el cuarto de mi abuelita estaba cerrado con llave porque ahora resulta que está prohibidísimo entrar ahí. ¿La razón? No la sé, sólo mis tías y sus ondas locas la saben. Respeto su proceder, pero hacer eso en una fiesta de 50 invitados donde sólo hay un baño (dos contando el del cuarto “prohibido”), está cabrón. Si para miar era una fila de la chingada, imagínense ahora a dos personas cagandose al mismo tiempo y un baño limpio y libre al que está prohibido entrar. ¿A poco no es de locos? Pero bueno, son ondas de mis tías.

Total que toda la noche mentalicé a mi estómago, a mi intestino y a mi fundillo para que no se les fuera antojar ir a cagar. Logrando lo anterior con el poder del pensamiento (y haciendo un poco de fuerza en el nudo del culo), me metí a la cocina para prepararme un whisky. Salí de la cocina meneando mi bebida con el dedo y, en eso, que me topo con la segunda locura de la noche: un grupito misterioso formado por tías y primos que estaban muy atentos a lo que platicaba el novio de una de mis tías. Y como yo no tengo nada de metiche, que me uno a la bola para escuchar la plática. El novio de mi tía estaba diciendo que esa tarde, cuando llevó la ensalada de manzana que les había tocado llevar para la cena, vio a mi abuela sentada en un sillón de la sala, vestida toda de blanco y con alas.

Yo pensé: “Ahchinga, chinga, chinga… ahora resulta que mi abuelita se le aparece a un cabrón improvisado; a un cabrón que es nuevo en la familia, y ¡a mí!, que se supone que soy el nieto mayor y el consentido, no se me aparece ni andando pedo ¿Pos de qué pinches privilegios goza este cabrón o qué chingados?”. Y mejor me fui y dejé a todos ahí embobados, escuchando las mentiras de ese cabrón.

Insisto: la gente enloquece un poco cuando muere un ser querido.



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