Todos tenemos derecho a ser bien tratados, a que se nos valore y a que
sea cual sea la actitud que asumamos en esta vida —actitud que solo concierna a
nuestro ser y a las cosas que él mismo viva, además de las que intervengan para
la propia realización y el crecimiento personal— los demás nos respeten y no
opongan resistencia a nuestras elecciones por más cercanos, o con derecho a
interferir, sean o crean serlo; más cuando nuestra vida no molesta ni
interfiere en nada de lo que tenga que ver con la de lo demás.
Que siempre la postura de no entrar en el combate verbal o de la agresión es la
llave para no salirse del eje armónico interno personal es la clave para
abordar el camino a transitar cuando la mano se ponga heavy, no hay dudas, no
queda otra. Porque veámoslo así: si nosotros entrásemos en ese circuito
demoledor, de responder de igual manera ante agresiones recibidas, siempre lo
negativo terminaría asentándose en el propio espíritu, ya que que al haber
despedido maldad, así porque sí, aunque solo sea para tratar de interceptar de
manera más piadosa las recibidas en primer lugar, no tendríamos descanso en
nuestro interior al sabernos también partícipes de esa rueda viciosa que,
básicamente, destila disconformidad.
Porque una cosa puede ser que, ante tanto oprobio recibido, se origine en la
propia voluntad o reacción inmediata algo de mala onda, o falta de alegría si
se quiere, al interactuar con nuestro... (¿cómo llamarlo?...) digamos con quien
tenemos enfrente dispensándonos malos momentos, y otra muy distinta es ser
emisor de maldad oral, gestual y conceptual, sin la necesidad de haber
recurrido a ese lugar de agresor y adoptándolo por pleno placer y descarga
emocional negativa —de vaya a saber que otros contratiempos que seguramente
nada tienen que ver con los otros— de manera descarada; si bien convengamos que
nunca es oportuno ni conveniente transformarse en alguien que profiera tales
actitudes ni tres, ni dos, ni una vez, siquiera.
El amor que hayamos guardado y acumulado en nuestro cuerpo, mejor dicho en
nuestro corazón, recibido por otros canales y atesorado como lo más valioso que
podamos tener —aún sin saber en el momento de recibirlo que luego podría ser
"utilizado" al prevalecer en nuestro ser ante tanta rabia recibida en
otro momento— será el motor para no caer ni decaer ante nada, sabiéndonos
protegidos por el universo y por ese amor, pudiendo de esta manera llevar
adelante el feo momento y lo que decante de éste.
Quien sabe de sufrimientos y tempestades disfruta y goza de todo lo opuesto a
eso —paz, tranquilidad, serenidad, silencio exterior e interior, armonía en el
transcurso de las horas, bienestar espiritual— y de saberse lejos de cualquier
confabulación dañina o falsa; y puede saberse y visualizarse en ese disfrute
aún desde el mismo momento en que deba estar viviendo todo aquello que
preferiría no haber conocido jamás, ni tener la oportunidad de contarlo o tan
siquiera evocarlo en una idea.
Nada debe ser una queja que nos lleve a sentirnos impotentes o ─lo que es peor
aún─ capaces de pensar que por algo recibimos lo que recibimos, mereciéndolo
quizás por tal o cual razonamiento que solo la turbación y la flaqueza
emocional pueden llevar a consentir en nuestros fundamentos.
Siempre fuertes, aún en la debilidad impensada, así hay que estar;
siempre adelante, y no desde un lugar de fuerza o ímpetu fingido, sino desde
ese que se aborda desde el amor recién mencionado y desde la paz interior de
sabernos incapaces de merecer nada de lo malo que recibamos, sabiendo —a esta
altura de la vida— que eso recibido inmerecidamente, y vaya a saber por qué
motivos, es algo que no nos corresponde a nosotros asumir bajo ninguna
circunstancia ni punto de vista.
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